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LA INTERPRETACIÓN DE LOS SUEÑOS

EXTRACTO DEL LIBRO DEL MISMO NOMBRE DEL PADRE DEL PSICOANÁLISIS SIGMUND FREUD


EN las páginas que siguen aportaré la

demostración de la existencia de una técnica

psicológica que permite interpretar los sueños,

y merced a la cual se revela cada uno de

ellos como un producto psíquico pleno de

sentido, al que puede asignarse un lugar perfectamente

determinado en la actividad anímica

de la vida despierta. Además, intentaré

esclarecer los procesos de los que depende la

singular e impenetrable apariencia de los

sueños y deducir de dichos procesos una conclusión

sobre la naturaleza de aquellas fuerzas

psíquicas de cuya acción conjunta u

opuesta surge el fenómeno onírico. Conseguido

esto, daré por terminada mi exposición,

pues habré llegado en ella al punto en el que

el problema de los sueños desemboca en

otros más amplios, cuya solución ha de buscarse

por el examen de un distinto material.

Si comienzo por exponer aquí una visión

de conjunto de la literatura existente hasta el

momento sobre los sueños y el estado científico

actual de los problemas oníricos, ello

obedece a que en el curso de mi estudio no

se me han de presentar muchas ocasiones de

volver sobre tales materias. La comprensión

científica de los sueños no ha realizado en

más de diez siglos sino escasísimos progresos;

circunstancia tan generalmente reconocida

por todos los que de este tema se han

ocupado, que me parece inútil citar aquí al

detalle opiniones aisladas. En la literatura

onírica hallamos gran cantidad de sugestivas

observaciones y un rico e interesantísimo

material relativo al objeto de nuestro estudio;

pero, en cambio, nada o muy poco que se

refiera a la esencia de los sueños o resuelva

definitivamente el enigma que los mismos

nos plantean. Como es lógico, el conocimiento

que de esas cuestiones ha pasado al núcleo

general de hombres cultos, pero no dedicados

a la investigación científica, resulta aún

más in completo.

Cuál fue la concepción que en los primeros

tiempos de la Humanidad se formaron

de los sueños los pueblos primitivos, y qué

influencia ejerció el fenómeno onírico en su

comprensión del mundo y del alma, son cuestiones

de tan alto interés, que sólo obligadamente

y a disgusto me he decidido a excluir

su estudio del conjunto del presente trabajo y

a limitarme a remitir al lector a las conocidas

obras de sir J. Lubbock, H. Spencer, E. B.

Taylor y otros, añadiendo únicamente por mi

cuenta que el alcance de estos problemas y

especulaciones no podrá ofrecérsenos comprensible

hasta después de haber llevado a

buen término la labor que aquí nos hemos

marcado, o sea, la de «interpretación de los

sueño s».

Un eco de la primitiva concepción de los

sueños se nos muestra indudablemente como

base en la idea que de ellos se formaban los

pueblos de la antigüedad clásica. Admitían

éstos que los sueños se hallaban en relación

con el mundo de seres sobrehumanos de su

mitología y traían consigo revelaciones divinas

o demoníacas, poseyendo, además, una

determinada intención muy importante con

respecto al sujeto; generalmente, la de anunciarle

el porvenir. De todos modos, la extraordinaria

variedad de su contenido y de la

impresión por ellos producida hacía muy difícil

llegar a establecer una concepción unitaria,

y obligó a constituir múltiples diferenciaciones

y agrupaciones de los sueños, conforme

a su valor y autenticidad. Naturalmente,

la opinión de los filósofos antiguos sobre el

fenómeno onírico hubo de depender de la

importancia que cada uno de ellos concedía a

la adiv inación.

En los dos estudios que Aristóteles consagra

a esta materia pasan ya los sueños a

constituir objeto de la Psicología. No son de

naturaleza divina, sino demoníaca, pues la

Naturaleza es demoníaca y no divina; o dicho

de otro modo: no corresponden a una revelación

sobrenatural, sino que obedecen a leyes

de nuestro espíritu humano, aunque desde

luego éste se relaciona a la divinidad. Los

sueños quedan así definidos como la actividad

anímica del durmiente durante el estado

de rep oso.

Aristóteles muestra conocer algunos de

los caracteres de la vida onírica. Así, el de

que los sueños amplían los pequeños estímulos

percibidos durante el estado de reposo

(«una insignificante elevación de temperatura

en uno de nuestros miembros nos hace creer

en el sueño que andamos a través de las llamas

y sufrimos un ardiente calor»), y deduce

de esta circunstancia la conclusión de que los

sueños pueden muy bien revelar al médico

los primeros indicios de una reciente alteración

física, no advertida durante el día.

Los autores antiguos anteriores a Aristóteles

no consideraban el sueño como un

producto del alma soñadora, sino como una

inspiración de los dioses, y señalaban ya en

ellos las dos corrientes contrarias que habremos

de hallar siempre en la estimación de la

vida onírica. Se distinguían dos especies de

sueños: los verdaderos y valiosos, enviados

al durmiente a título de advertencia o revelación

del porvenir, y los vanos, engañosos y

fútiles, cuyo propósito era desorientar al sujeto

o causar su perdición.

Gruppe (Griechische Mithologie und Religonsgeschichte,

pág. 390) reproduce una tal

visión de los sueños, tomándola de Macrobio

y Artemidoro: «Dividíanse los sueños en dos

clases. A la primera, influida tan sólo por el

presente (o el pasado), y falta, en cambio de

significación con respecto al porvenir, pertenecían

los enupnia, insomnia, que reproducen

inmediatamente la representación dada o su

contraria; por ejemplo, el hambre o su satisfacción,

y los fantasmata, que amplían fantásticamente

la representación dada; por

ejemplo la pesadilla, ephialtes. La segunda

era considerada como determinante del porvenir,

y en ella se incluían: 1º, el oráculo directo,

recibido en el sueño (crhmatismos,

oraculum); 2º la predicción de un suceso futuro

(orama, visio), y el 3º, el sueño simbólico,

con necesidad de interpretación (oneiros,

somnium). Esta teoría se ha mantenido en

vigor durante muchos siglos.»

De esta diversa estimación de los sueños

surgió la necesidad de una «interpretación

onírica». Considerándolos en general

como fuentes de importantísimas revelaciones,

pero no siendo posible lograr una inmediata

comprensión de todos y cada uno de

ellos, ni tampoco saber se un determinado

sueño incomprensible entrañaba o no algo

importante, tenía que nacer el impulso o

hallar un medio de sustituir su contenido incomprensible

por otro inteligible y pleno de

sentido. Durante toda la antigüedad se consideró

como máxima autoridad en la interpretación

de los sueños a Artemidoro de Dalcis,

cuya extensa obra, conservada hasta nuestros

días, nos compensa de las muchas otras

del mismo contenido que se han perdido.

La concepción precientífica de los antiguos

sobre los sueños se hallaba seguramente

de completo acuerdo con su total concepción

del Universo, en la que acostumbraban

proyectar como realidad en el mundo exterior

aquello que sólo dentro de la vida anímica la

poseía. Esta concepción del fenómeno onírico

tomaba, además, en cuenta la impresión que

la vida despierta recibe del recuerdo que del

sueño perdura por la mañana, pues en este

recuerdo aparece el sueño en oposición al

contenido psíquico restante, como algo ajeno

a nosotros y procedente de un mundo distinto.

Sería, sin embargo, equivocado suponer

que esta teoría del origen sobrenatural de los

sueños carece ya de partidarios en nuestros

días. Haciendo abstracción de los escritores

místicos y piadosos –que obran consecuentemente,

defendiendo los últimos reductos de

lo sobrenatural hasta que los procesos científicos

consigan desalojarlos de ellos–, hallamos

todavía hombres de sutil ingenio, e inclinados

a todo lo extraordinario, que intentan

apoyar precisamente en la insolubilidad del

enigma de los sueños su fe religiosa en la

existencia y la intervención de fuerzas espirituales

sobrehumanas (Haffner). La valoración

dada a la vida onírica por algunas escuelas

filosóficas –así, la de Schelling– es un claro

eco del origen divino que en la antigüedad se

reconocía a los sueños. Tampoco la discusión

sobre el poder adivinatorio y revelador del

porvenir atribuido a los sueños puede considerarse

terminada, pues, no obstante la inequívoca

inclinación del pensamiento científico

a rechazar la hipótesis afirmativa, las tentativas

de hallar una explicación psicológica

valedera para todo el considerable material

reunido no han permitido establecer aún una

conclusión definitiva.

La dificultad de escribir una historia de

nuestro conocimiento científico de los problemas

oníricos estriba en que, por valioso

que el mismo haya llegado a ser con respecto

a algunos extremos, no ha realizado progreso

alguno en determinadas direcciones. Por otro

lado, tampoco se ha conseguido establecer

una firme base de resultados indiscutibles

sobre la que otros investigadores pudieran

seguir construyendo, sino que cada autor ha

comenzado de nuevo y desde el origen el

estudio de los mismos problemas. De este

modo, si quisiera atenerme al orden cronológico

de los autores y exponer sintéticamente

las opiniones de cada uno de ellos, tendría

que renunciar a ofrecer al lector un claro cuadro

de conjunto del estado actual del conocimiento

de los sueños, y, por tanto, he preferido

adaptar mi exposición a los temas y no a

los autores, indicando en el estudio de cada

uno de los problemas oníricos el material que

para la solución del mismo podemos hallar en

obras anteriores. Sin embargo, y dado que no

me ha sido posible dominar toda la literatura

existente sobre esta materia –literatura en

extremo dispersa, y que se extiende muchas

veces a objetos muy distintos–, he de rogar

al lector se dé por satisfecho, con la seguridad

de que ningún hecho fundamental ni ningún

punto de vista importante dejarán de ser

consignados en mi exposición.

Hasta hace poco se han visto impulsados

casi todos los autores a tratar conjuntamente

el estado de reposo y de los sueños,

así como a agregar al estudio de estos últimos

el de estados y fenómenos análogos,

pertenecientes ya a los dominios de la Psicopatología

(alucinaciones, visiones, etc.). «En

cambio, en los trabajos más modernos aparece

una tendencia a seleccionar un tema restringido,

y no tomar como objeto sino uno

solo de los muchos problemas de la vida onírica;

transformación en la que quisiéramos

ver una expresión del convencimiento de que

en problemas tan oscuros sólo por medio de

una serie de investigaciones de detalle puede

llegarse a un esclarecimiento y a un acuerdo

definitivos. Una de tales investigaciones parciales

y de naturaleza especialmente psicológica

es lo que aquí me propongo ofreceros.

No habiendo tenido gran ocasión de ocuparme

del problema del estado de reposo –

problema esencialmente fisiológico, aunque

en la característica de dicho estado tenga que

hallarse contenida la transformación de las

condiciones de funcionamiento del aparato

anímico–, quedará desde luego descartada de

mi exposición la literatura existente sobre tal

proble ma.

El interés científico por los problemas

oníricos en sí conduce a las interrogaciones

que siguen, interdependientes en parte:

a) Relación del sueño con la vida despierta

.

El ingenuo juicio del individuo despierto

acepta que el sueño, aunque ya no de origen

extraterreno, sí ha raptado al durmiente a

otro mundo distinto. El viejo filósofo Burdach,

al que debemos una concienzuda y sutil descripción

de los problemas oníricos, ha expresado

esta convicción en una frase, muy citada

y conocida (pág.474): «…nunca se repite la

vida diurna, con sus trabajos y placeres, sus

alegrías y dolores; por lo contrario tiende el

sueño a libertarnos de ella. Aun en aquellos

momentos en que toda nuestra alma se halla

saturada por un objeto, en que un profundo

dolor desgarra nuestra vida interior, o una

labor acapara todas nuestras fuerzas espirituales,

nos da el sueño algo totalmente ajeno

a nuestra situación; no toma para sus combinaciones

sino significantes fragmentos de la

realidad, o se limita a adquirir el tono de

nuestro estado de ánimo y simboliza las circunstancias

reales.» J. H. Fichte (1–541)

habla en el mismo sentido de sueños de

complementos (Ergänzungsträume) y los

considera como uno de los secretos beneficiosos

de la Naturaleza, autocurativa del espíritu.

Análogamente se expresa también L.

Strümpell en su estudio sobre la naturaleza y

génesis de los sueños (pág.16), obra que

goza justamente de un general renombre: «El

sujeto que sueña vuelve la espalda al mundo

de la consciencia despierta…» Página 17: «En

el sueño perdemos por completo la memoria

con respecto al ordenado contenido de la

consciencia despierta y de su funcionamiento

normal…» Página 19: «La separación, casi

desprovista de recuerdo, que en los sueños

se establece entre el alma y el contenido y el

curso regulares de la vida despierta…»

La inmensa mayoría de los autores concibe,

sin embargo, la relación de sueños con

la vida despierta en una forma totalmente

opuesta. Así, Haffner (pág. 19): «Al principio

continúa el sueño de la vida despierta. Nuestros

sueños se agregan siempre a las representaciones

que poco antes han residido en la

consciencia, y una cuidadosa observación

encontrará casi siempre el hilo que los enlaza

a los sucesos del día anterior.» Weygandt

(pág.6) contradice directamente la afirmación

de Burdach antes citada, pues observa que

«la mayoría de los sueños nos conducen de

nuevo a la vida ordinaria en vez de libertarnos

de ella.» Maury (pág.56) dice en una sintética

fórmula: Nous rêvons de ce que nous a

avons vu dit, désiré ou fait, y Jessen, en su

Psicología (1885, pág. 530), manifiesta, algo

más ampliamente: «En mayor o menor grado,

el contenido de los sueños queda siempre

determinado por la personalidad individual,

por la edad, el sexo, la posición, el grado de

cultura y el género de vida habitual del sujeto,

y por los sucesos y enseñanzas de su pasado

i ndividual.»

El filósofo J.G. E. Maas (Sobre las pasiones,

1805) es quien adopta con respecto a

esta cuestión una actitud más inequívoca:

«La experiencia confirma nuestra afirmación

de que el contenido más frecuente de nuestros

sueños se halla constituido por aquellos

objetos sobre los que recaen nuestras más

ardientes pasiones. Esto nos demuestra que

nuestras pasiones tienen que poseer una influencia

sobre la génesis de nuestros sueños.

El ambicioso sueña con los laureles alcanzados

(quizá tan sólo en su imaginación) o por

alcanzar, y el enamorado con el objeto de sus

tiernas esperanzas… Todas las ansias o repulsas

sexuales que dormitan en nuestro corazón

pueden motivar, cuando son estimuladas

por una razón cualquiera, la génesis de un

sueño compuesto por las representaciones a

ellas asociadas, o la intercalación de dichas

representaciones en un sueño ya formado…»

(Comunicado por Winterstein en la Zbl. für

Psych oanalyse.)

Idénticamente opinaban los antiguos

sobre la relación de dependencia existente

entre el contenido del sueño y la vida. Radestock

(pág. 139) nos cita el siguiente hecho:

«Cuando Jerjes, antes de su campaña contra

Grecia , se veía disuadido de sus propósitos

bélicos por sus consejeros, y, en cambio, impulsado

a realizar por continuos sueños alentadores,

Artabanos, el racional onirocrítico

persa, le advirtió ya acertadamente que las

visiones de los sueños contenían casi siempre

lo que el sujeto pensaba en la vida.»

En el poema didáctico de Lucrecio titulado

De rerum natura hallamos los siguientes

versos (IV, v. 959):

Et quo quisque fere studio devinctus

adhaeret,

aut quibus in rebus multum summus

ante moratti

atque in ea rationes fut contenta

megis mens,

in somnis eadem plerumque videmur

obire;

causidice causas agere et componere

leges.

induperatores pugnare ac proelia

obire, etc.

Y Cicerón De Divinatione, II. anticipándose

en muchos siglos a Maury, escribe:

Maximeque reliquiae earum rerum moventur

in animis et agitantur, de quibus vigilantes

aut co gitavimus aut egimus.

La manifiesta contradicción en que se

hallan estas dos opiniones sobre la relación

de la vida despierta parece realmente inconciliable.

Será, pues, oportuno recordar aquí

las teorías de F. W. Hildebrandt (1875), según

el cual las peculiaridades del sueño no

pueden ser descritas sino por medio de «una

serie de antítesis que llegan aparentemente

hasta la contradicción» (pág. 8). «La primera

de estas antítesis queda constituida por la

separación rigurosísima y la indiscutible íntima

dependencia que simultáneamente observamos

entre los sueños y la vida despierta. El

sueño es algo totalmente ajeno a la realidad

vivida en estado de vigilancia. Podríamos decir

que constituye una existencia aparte,

herméticamente encerrada en sí misma y

separada de la vida real por un infranqueable

abismo. Nos aparta de la realidad; extingue

en nosotros el normal recuerdo de la misma,

y nos sitúa en un mundo distinto y una historia

vital por completo diferente exenta en el

fondo de todo punto de contacto con lo real…

» A continuación expone Hildebrandt cómo

al dormirnos desaparece todo nuestro ser

con todas sus formas de existencia. Entonces

hacemos, por ejemplo, en sueños, un viaje a

Santa Elena, para ofrecer al cautivo emperador

Napoleón una excelente marca de vinos

del Mosela. Somos recibidos amabilísimamente

por el desterrado, y casi sentimos que el

despertar venga a interrumpir aquellas interesantes

ilusiones. Una vez despiertos comparamos

la situación onírica con la realidad.

No hemos sido nunca comerciantes en vinos,

ni siquiera hemos pensado en dedicarnos a

tal actividad. Tampoco hemos realizado jamás

una travesía, y si hubiéramos de emprenderla

no eligiríamos seguramente Santa

Elena como fin de la misma. Napoleón no nos

inspira simpatía alguna, sino al contrario, una

patriótica aversión. Por último, cuando Bonaparte

murió en el destierro no habíamos nacido

aún, y, por tanto, no existe posibilidad

alguna de suponer una relación personal. De

este modo, nuestras aventuras oníricas se

nos muestran como algo ajeno a nosotros

intercalando entre dos fragmentos homogéneos

y subsiguientes de nuestra vida.

«Y, sin embargo –prosigue Hildebrandt–

, lo aparentemente contrario es igualmente

cierto y verdadero. Quiero decir que simultáneamente

a esta separación existe una íntima

relación. Podemos incluso afirmar que, por

extraño que sea lo que el sueño nos ofrezca,

ha tomado él mismo sus materiales de la realidad

y de la vida espiritual que en torno a

esta realidad se desarrolla… Por singulares

que sean sus formaciones no puede hacerse

independiente del mundo real, y todas sus

creaciones, tanto las más sublimes como las

más ridículas, tienen siempre que tomar su

tema fundamental de aquello que en el mundo

sensorial ha aparecido ante nuestros ojos

o ha encontrado en una forma cualquiera un

lugar de nuestro pensamiento despierto; esto

es, de aquello que ya hemos vivido antes

exteri or o interiormente.»

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